Ibero-América
Otro voto de calidad
Más de dos años há y en más de una ocasión clamó el que esto
escribe, desde una anterior tribuna periodística contra la denominación de
“América latina” que han inventado ciertos publicistas y políticos extranjeros
para cercenar a España – ya que arrebatárselos del todo es imposible – los
títulos históricos y geográficos que la corresponden en el Nuevo Mundo.
Fue aquella una de las muchas prédicas en el desierto con
que este incorregible Quijote de la pluma y de las cuartillas, si fuera
vanidoso, se habría impuesto a sí mismo el castigo de su vanidad.
Ya ven ustedes, ni siquiera mis fraternales compañeros e El
Sol, al rotular una de las principales secciones de este periódico, tuvieron
presentes los razonamientos que repetidamente y en tonos nada suaves hube de
exponer contra la inexacta y tendenciosa “latinización” de la América española,
ibera o como se la quiera llamar.
Mi humilde voto cayó en el vacío. En el vacío de que, por lo
visto, nunca debió salir. Por fortuna hay votos de más alta calidad – y es e
esperar que con mejor suerte – y uno de ellos es el que ha formulado
sabiamente Don Ramón Menéndez Pidal en
su carta al director de El Sol.
Su dictamen no ha menester de refrendos. Con todo, me parece
que no irá en mala compañía si se le agrega otro voto que tiene singular valor
que tiene singular valor por venir cabalmente de allende el Atlántico: de las
tierras que, hágase lo que se hiciere, no es posible “desespañolizar”, ni en la
raza ni en el habla.
¿Quién no conoce y admira al polígrafo uruguayo José Enrique
Rodó, prematuramente arrebatado a la cultura suramericana? En un artículo
titulado Ibero-América, y al estudiar
y cantar las líneas majestuosas de los dos grandes ríos del continente, el
Amazonas y el Plata, escribía el que ha dado en nuestros días alas de gloria al
seudónimo Ariel:
“No necesitamos los suramericanos, cuando se trate de abonar
esta unidad de raza, hablar de una América latina: no necesitamos llamarnos
latinoamericanos para levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos
porque podemos llamarnos algo que signifique una unidad más íntima y concreta:
podemos llamarnos “iberoamericanos”, nietos de la heroica y civilizadora raza
que solo políticamente se ha fragmentado en dos naciones europeas; y aún
podríamos ir más allá y decir que el mismo nombre de hispanoamericanos conviene
también a los nativos del Brasil; y yo lo confirmo con la autoridad de Almeida
Garret; porque, siendo el nombre de España, en su sentido original y propio, un
nombre geográfico, un nombre de región, y no un nombre político o de
nacionalidad, el Portugal de hoy tiene, en rigor, tan cumplido derecho a
participar de ese nombre geográfico de España como las partes de la península
que constituyen la actual nacionalidad española; por lo cual Almeida Garret, el
poeta por excelencia del sentimiento nacional lusitano afirmaba que los
portugueses podían, sin menoscabo de su ser independiente, llamarse también, y
con entera propiedad españoles”.
Como se vé, Rodó decía en sustancia exactamente lo mismo que
ha venido a decir el Sr. Menéndez Pidal eruditamente ampliado y puntualizado en
todos sus extremos.
Es muy natural - pues el interés humano está amasado con
pequeñeces e injusticias – que otras influencias europeas en América se
apropien ciertas denominaciones generales para eclipsar el influjo de los dos
pueblos peninsulares, hijos de una madre misma, que han engendrado veinte más
allende el Océano.
Ya saben lo que se hacen los que mudan el cartel. Falso de
toda falsedad es el adagio francés que dice: “Le nom ne fait rien à la chose”.
No lo hace todo; pero hace mucho. El nombre es el que dá a las cosas carácter,
expresión y autoridad: esa autoridad, esa expresión y ese carácter de que
despojamos cándidamente a los pueblos hispanoamericanos cuando les ponemos el
vago y acomodaticio rótulo de “América latina”, sacrificando nuestro interés y
nuestros títulos seculares en aras de otros intereses y otras influencias.
Mi voto, como mío, no tiene valor alguno; pero al dar el suyo
en estas columnas el Sr. Menéndez Pidal, no tengo más remedio que sumar a sus
argumentos una convicción que ya había expresado en otra parte más de una vez,
aunque sin fructuoso resultado.
Quizás lo tenga ahora, consagrada por dos autoridades como
la del benemérito profesor español y la de aquel comprensivo y generoso Ariel
que ya tenía dicho en Montevideo lo que hoy decimos en Madrid... y en estas
columnas de El Sol a quién no le duelen prendas en servicio de ninguna causa
cuya bondad y razón se pongan a la vista.
MARIANO DE CÁVIA
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